Mientras llegan noticias confusas sobre un nuevo conflicto en el Líbano, no puedo dejar de pensar en la imagen de un enorme cráter en las afueras de Beirut. Este cráter es el resultado de un ataque israelí que destruyó el búnker subterráneo del secretario general de Hezbolá, Hassan Nasrallah. La zona, rodeada de edificios dañados por la onda expansiva, se asemeja a una metáfora de la posible destrucción de nuestra civilización.
El gobierno de Israel ha sido criticado por su política genocida, a la que han recurrido como escudo para defenderse de las acusaciones. A pesar de los horrores del Holocausto, Israel ha sido acusado de cometer crímenes contra la humanidad en su trato a los palestinos.
Antes de entrar en conflicto con el mundo árabe, Israel libró una guerra contra su propia cultura, reemplazando su rica tradición humanista con el mito de la víctima eterna. Esta nueva ideología ha llevado a Israel a ignorar el derecho internacional y a burlarse de las resoluciones de la ONU.
En el siglo XXI, Israel se ha convertido en un campeón indiscutible de la barbarie y la hipocresía. Mientras que algunos critican a Israel, pocos se atreven a cuestionar al verdadero poder detrás del Estado judío: los Estados Unidos. La verdadera solución al conflicto israelí-palestino requerirá un cambio en el sistema que ha creado y mantiene a Israel.
La situación en Israel y Palestina es compleja y ha sido objeto de debate durante décadas. Sin embargo, es importante recordar que el respeto por los derechos humanos y el derecho internacional debe ser el núcleo de cualquier solución. La violencia y la opresión no pueden ser la respuesta a los conflictos. En su lugar, debemos buscar el diálogo y la comprensión mutua.,