
Al crecer en Chiquinquirá, es inevitable no reconocer ciertos rasgos distintivos de la ciudad: la basílica, la cúpula, la plaza de la Libertad, las montañas y, por supuesto, el cuadro de la Virgen del Rosario. Cuando se es niño, uno percibe más los ojos maravillados de la gente frente al cuadro que el propio lienzo. La grandeza del cuadro no se revela hasta que uno se familiariza con las leyendas y la historia que lo rodean. Entonces, la Virgen morena, consuelo en momentos trágicos, toma vida.
De igual modo, al vivir en Chiquinquirá, es inevitable no conocer a los frailes dominicos, con su hábito blanco y negro, recorriendo el camino desde la parroquia de la Renovación hacia la basílica. Sus santos más venerados, como Santo Tomás, reciben peticiones de estudiantes de todas las edades, quienes le piden sabiduría para sus estudios. Durante las festividades de la Virgen, se ven fuegos artificiales y se oyen los castillos. Para muchos de nosotros, sin importar la afiliación religiosa, siempre hubo algo hermoso que admirar alrededor del Santuario de Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá. Sin embargo, a menudo olvidamos quienes son los que sustentan esta belleza: los frailes dominicos.
Recientemente, uno de ellos falleció en Roma: fray Orlando Rueda. Mientras estaba en el colegio, siempre escuchaba su nombre. Muchas personas hablaban de él, lo consideraban uno de los artífices de la belleza que envolvía todo: los espacios, la liturgia, los cantos y las relaciones con los demás, como una verdadera obra de arte. Luego descubrí su música, que durante muchos años fue objeto de mi contemplación y de mis sueños. Un día tuve la fortuna de conocerlo personalmente, y pude ver en él un verdadero dominico. Quizás, cuando pensamos en los dominicos, vienen a la mente estereotipos como la Inquisición, premodernos en la modernidad, monjes aislados. Pero fray Orlando, a quien muchos en Chiquinquirá admiraban, encarnaba una bella imagen dominicana: la fraternidad, la predicación, a veces literaria, tejida con palabras que tocaban el corazón de sus oyentes. Su voz potente era capaz de traspasar corazones, tal como lo hacía el protagonista de San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno: Y era tal la acción de su presencia, de sus miradas, y tan sobre todo la dulcísima autoridad de sus palabras y sobre todo de su voz -qué milagro de voz- Unamuno, 1933. Su discurso provenía de una palabra cultivada con horas de estudio y silencio, tejiendo metáforas que hacían sentir a sus interlocutores que sus palabras eran verdaderas y pronunciadas para la particularidad de cada uno de sus oyentes. Uno puede ser ateo, agnóstico o profesar otra religión, pero si alguna vez presenció una Semana Santa dirigida por fray Orlando, era difícil no conmoverse. Había belleza en las flores, en la música, en el órgano, en los cantos, en los silencios, en la luz de las velas. Byung-Chul Han dice en La desaparición de los rituales que son precisamente los rituales los que nos sacan de nosotros mismos. Y salir de uno mismo es fundamental para encontrar al otro. Ese otro es el que nos despierta a la vida, nos salva del terrible ensimismamiento en el que a veces nos encerramos. Supongo que eso logró hacer fray Orlando, no solo en Chiquinquirá, sino en diversos lugares del mundo. Ahora fray Orlando ha partido. Muchas personas lo han recordado. Quienes promueven la belleza nunca serán olvidados. Porque, como dijo el asombroso príncipe Mishkin de Dostoievski: La belleza salvará al mundo.,